El paseo en bicicleta, Olifante Ediciones de Poesía, Zaragoza, 2011
Antón Castro (La Coruña, 1959) es autor de más de veinte libros de narrativa, poesía, entrevistas y ensayos, entre ellos Mitologías. Los pasajeros del estío (Olifante, 1990), Aragoneses ilustres, ilustrados e iluminados (Gobierno de Aragón, 1992) El testamento de amor de Patricio Julve (Destino, 1995, 2000),Vida e morte das baleas (Espiral Maior, 1997), Golpes de mar (Destino, 2006), Fotografías veladas (Xordica, 2008) o Vivir del aire (Olifante, 2010). Dirige la revista Artes & Letras del periódico Heraldo de Aragón y, desde mayo de 2006, presenta el programa cultural “Borradores" en Aragón Televisión. Publica ahora en Olifante El paseo en bicicleta, su más reciente apuesta poética.
El autor comienza El paseo con el poema En ruta,”Allá voy, como antaño”; desde el principio nos incorpora a su viaje – todo libro lo es, toda lectura- con la naturalidad del niño que invita a sus amigos, con la eficacia del escritor que sabe muy bien que solo si el lector camina (o pedalea) con nosotros conseguirá el poema recorrer la ruta que persigue. “Allá voy con la certeza de que la meta/ está cerca o muy lejos: /sobre mi piel o enterrada/ en un misterioso cuarto de mi sangre. / Allá voy y a mí mismo me persigo.”
Desgrana entonces sus primeros recuerdos, la nostalgia del niño que jamás tuvo una bicicleta propia y pedalea sin parar, vuela sobre infinitas bicicletas prestadas que acaban siendo al fin su riqueza y la nuestra. A través de sus paseos -26 poemas en prosa y verso-, acompañamos a su padre en la Galicia de su infancia, su miedo y su extrañeza ante el mundo adulto, profundamente incomprensible, a sus imprevistos avituallamientos, las moradas brevas de la higuera que campa, gigantesca y olorosa, en medio del camino. “Envolvente, un paraguas de ramaje/ me cubre y alivia mi respiración”.
Nos cuenta la historia de Una casa en venta y otras confidencias de viaje que se hacen poesía quizá porque nunca el pensamiento vuela tan libre como cuando nuestro cuerpo está ocupado en algo que es a la vez mecánico y sorprendente y nos hace avanzar. No hay parada definitiva, no hay caminos iguales, tal vez por eso cada poema es tan distinto. Nos habla del rapsoda, “el hombre que decía versos por las calles, en las tabernas, en las esquinas del cierzo”, y en la voz del rapsoda imaginamos los versos de Walt Whitman y de Góngora, de Ángel Guinda y Vicente Aleixandre, de Alfonsina Storni o Vallejo, todo lo oímos de pasada, queriendo ir más allá, pensando que tal vez volveremos sobre ello, dejando una suave estela de deseo y esa esquizofrenia- tan poética- de huir hacia delante mientras se avanza hacia atrás por las rutas interiores de la memoria. Pedalea para ver, nos sumerge en los mares de maíz que se vislumbran en el paisaje “¿Será cierto que, en su interior, entre sus armoniosas hileras, se esconden los niños ociosos, los zorros, una mujer con mochila que huye de su casa y busca un refugio para su desamor? ¿Será verdad que una diosa de antaño, o quizá una amazona, canta a la luna, protegida por siete serpientes?”
Jacques Tati, Ramón Acín, Alberto Contador, la voz de Janis Joplin o Kate Bush, la muerte de Nico, la cantante de la Velvet Underground que murió al caer desplomada de una bicicleta, la imagen de Miss Aniela, ciclista de inmensos tacones, “con las nalgas al viento y el sillín erguido/ como un falo o una lengua codiciosa”, Marie Curie y Pierre recorriendo Francia en bicicleta en su luna de miel, el recuerdo de un romanticismo antiguo en el que no habría ser amado que soportase tanto amor, tanto hambre de mundo, de nombres y caminos, como si solo en la poesía pudiésemos encontrar morada para todos los pensamientos que no quieren morir, como si siempre estuviésemos en peligro de que nos fallasen los frenos y acabásemos como Paco el Pecas, que paseaba por los cantiles con su bicicleta y miraba pasar los barcos hasta que un día encaró el acantilado y cayó al vacío y, desde ahí, al poema El ciclista del mar y a nuestros ojos.
Todo esto encontrará el lector en El paseo, que presumimos un libro fundamental en la amplia trayectoria de Antón Castro, pues el poeta, con la pasión intacta pero con la intención y el oficio que otorga la experiencia, mueve las ruedas de su pensamiento –y el nuestro- a golpe de latido, con la sensibilidad a veces acelerada como el corazón del ciclista ante las rampas, con el suave roce de la melancolía en medio de un domingo complaciente en otras.
Y, al fondo, Zaragoza y su vida, sus diferentes casas como etapas de un tour que no acaba nunca y siempre espera de nosotros un esfuerzo más; y la voz de su padre, recobrada, que nos habla también, paseantes encontrados en medio de la lectura: “Agárrate fuerte, agárrate a mí/ agárrate bien que llegamos pronto, / dice mi padre. A lo lejos se ve el mar”.
(Publicado en la revista de poesía Isla de Siltolá, nº 4, Sevilla, enero-abril 2011)
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