En mi vida ha habido muchos libros importantes. Estoy convencida de que algunos me cambiaron irremediablemente, tal vez no siempre para bien. Con cierta distancia, una acaba mirando hacia atrás, a veces, con un cierto sonrojo. Pero hay libros que llegan en momentos muy concretos, como si ese libro y ese momento hubieran venido a bailar un tango raro contigo. Creo que eso me ocurrió con Rayuela, de Julio Cortázar.
Lo compré casi por casualidad a los dieciocho años. Acababa de empezar segundo de Filología y me creía una intelectual (y ni siquiera me consideraba precoz), también acababa de volver de París y tenía muy fresco el primer viaje que -en contra de la opinión de mis padres- había realizado sola o en compañía de otros que ya no eran ellos. Lo abrí y tuve la sensación de que yo no había visto París, de que posiblemente nunca lo vería del todo y de que la palabra intelectual me iba a quedar grande para siempre. Sin ningún recurso para frenar la admiración (y ninguna gana) casi puedo recordar cómo me fue invadiendo mientras lo leía -en sus varios órdenes y en otros más caóticos- y aún me sorprendo muchas veces buscando esa edición de Cátedra, absolutamente destrozada, entre el montón de mi mesilla, en la guantera del coche o en uno de los fondos mistéricos de los bolsos enormes a los que voy agarrada por el mundo.
"Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven..."
"Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven..."